Amanece en Vigo, es un día hermoso.
Observo a mi hijo que duerme abrazado a su papá y sólo puedo conmoverme.
Ayer vi un vídeo donde una gata había adoptado a varios patitos
que quedaron huérfanos, mientras lo observaba pensaba en que
la naturaleza y todo lo que hay en ella es una gran expresión
de amor no excluyente, donde no hay malicia, donde todo se expande y nos cubre.
Y cuando nos veo como especie a nosotros a los seres humanos, mientras veo
las noticias, o los reportajes donde la industria, de la ropa, de la
comida, del plástico, hasta del reciclaje incluso, a medida que va
creciendo se va convirtiendo en un monstruo devorador de todo lo que
se distingue, devorador de particularidades; de la señora o el señor
que vivían de su puesto en el mercado, de la señora o el señor
que hacían zapatos o ropa. De aquellos que Vivian de la pesca,
o la siembra. La industria es un monstruo que homologa rutinas, globaliza
deseos, es un monstruo al que debemos dejar de alimentar. Veo todo esto y me
viene la imagen del tsunami, a la cabeza; esa gran masa de agua que no
distingue, que arrasa con todo a su paso, con fuerza.
Dejando atrás pobreza, dolor y desesperanza.
No puedo dejar de preguntarme: ¿En qué
momento dejamos de ver que venimos del amor?, ¿En qué momento nos volvimos
seres temerosos y excluyentes de lo que nos rodea y de lo que somos?, ¿En
qué momento olvidamos qué es lo más importante?
Yo cada día hago el
ejercicio de no olvidar.
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