Me encanta la Navidad y todo lo que
incluye: platos riquísimos, ambiente, regalos, niños, colores, decoraciones, el
arbolito, el nacimiento. Si soy una enamorada de la celebración pero desde que
las pasó como quiero me encantan aún más. Pero con el fin de año no tengo el
mismo sentir, es una fecha compleja, difícil, de sentimientos encontrados. Si
el año fue malo o bueno dependerá siempre de tu percepción, pero se va y ahí es
cuando no sabes si llorar porque se va, o llorar porque al fin se fue, o porque
la presión del año que entra hace que la revisión de los últimos 365 días se
vuelva más quisquillosa. Haces un resumen global y dices: “fue una mierda
absoluta", pero de repente revisas con más detalle y te das cuenta de que
aunque fue muy duro fue un buen año porque tienes logros y avances que están
ahí, materializados. Pero sin duda, el fin de año al menos para mí es un día
extraño. Es como cuando vas de un país a otro por carretera y lees que cruzaste
la frontera pero no ves realmente ningún cambio. Observas la misma vegetación y
hasta la misma arquitectura pero que sorpresa ¡ya estás en otro país! Llegamos
al 2015 y aunque los días sean exactamente igual, y el sol siga estando donde
lo deje hace dos días, y la luna va a salir por donde sale todas las noches, es
otro año. Y lo único que hace que visualice el cambio además del ritual de las
uvas, y las campanadas, son las metas que me he propuesto conseguir para este
año.
Que incluyen: trabajar más, ser mejor
estudiante, consentirme mucho y reírme toneladas.
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